Crónica de Javier Selva

ANDANZAS DE UN FOTÓGRAFO EN LA ANTÁRTIDA: SENSACIONES

Hace unos meses tuve el privilegio de publicar un artículo sobre una escalada en Alaska en la revista Norteamericana Alpinist. Para mí tuvo muchas cosas buenas, pero sobre todo fue el trato con la editora Katie Ives lo que más me sorprendió y de lo que más enseñanzas extraje.

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Con una habilidad profesional propia del mundo anglosajón me fue llevando por mi propio artículo y ayudándome a construir un texto que, aun estando lleno de posibilidades en potencia, yo no habría sabido desarrollar como posteriormente hice con su ayuda. En un momento de la redacción del artículo, cuando le envié alguna de las numerosas versiones y le pregunté que le parecía, me contestó más o menos lo siguiente: “Está bien, pero es necesario que seas los ojos de nuestros lectores, ellos no han visto los paisajes y los colores que estaban frente a ti y tienes que transmitirles lo que sentiste y lo que fue para ti, esta es la única manera de que ellos entiendan y sientan lo que estas contando y puedan vivir tus mismas sensaciones”.

De repente entendí que Katie me estaba pidiendo un relato literario, un artículo en el que las palabras tuvieran la fuerza de comunicar sensaciones y vivencias por sí mismas. Y esto se lo estaba pidiendo a un fotógrafo, a una persona que se expresa sobre todo con imágenes. Tardé meses en concluir el famoso artículo, hubo muchas correcciones y muchos momentos buenos (como el descubrimiento de nuestra coincidencia en Proust y su famosa Magdalena), y cuando por fin lo terminé una sensación de plenitud y satisfacción llenaron mi corazoncito de escritor frustrado.

El caso es que ahora quiero, como en el artículo de Alpinist, regalaros una foto de todo esto que tenemos a nuestro alrededor pero solo con palabras. Una galería de sensaciones, las mismas que nosotros sentimos todos los días en las frías tierras de la Antártida. Un buen ejercicio es que lo leáis y después cerréis los ojos para poder imaginar como es todo esto. Salvo que tengáis a alguien que os lo lea, conviene que lo hagáis por este orden porque cerrar los ojos y leer esta claramente contraindicado. Y hacedlo junto a una estufa.

Este sonido forma parte ya de nuestra rutina. Suena a calor y a confort, son nuestros hornillos que casi permanentemente están fundiendo nieve dentro de la tienda: fufufufufufufu, el amarillo de las paredes de tela de nuestra tienda tiñe de tonos cálidos la realidad aquí dentro. Colores cálidos, amables, petates rojos, sacos naranjas, colchonetas verdes. La sopa ya hierve en el cazo encima de uno de los quemadores. El ambiente se llena por un momento de vapor de sopa, desaparece en cuanto Juampa abre la puerta de la tienda para añadir nieve a la cazuela.

La otra realidad, la de ahí fuera, está al acecho, esperándonos, pero aún no es la hora de salir. Dentro decenas de cosas nos rodean, parece caos pero no lo es. Casi todo tiene un lugar y este es el mejor o el œnico posible dentro de este cuadrado de tela de 3×3 m. que se comporta como una batidora cuando el catamarán se pone en marcha. Ya no existen los olores, por lo menos los nuestros, los humanos. Todo forma parte de esta madriguera que nos cobija y nos pone a cubierto de lo de “fuera”.

Podríamos estar en cualquier campamento del Himalaya o de los Andes, podríamos estar en cualquier lugar del planeta, estaríamos igual de cómodos, igual de protegidos. Pero en ningœn otro tendríamos la sensación que tenemos aquí de estar “acechados” por esta inmensidad de hielo y desolación. No se puede salir sin guantes, sin gorro, sin botas, no se pude ir a dar un paseo para estirar las piernas, no se puede uno lavar la cara en el arroyo que baja del glaciar, ni podemos ir a charlar un rato con la gente del campamento de al lado para variar de personas. No, aquí todo eso y cien mil cosas más no se pueden hacer y por eso más que en ningún otro lugar del mundo los términos “dentro” y “fuera” se llenan de contenido. Este es un lugar diferente a los demás. Tan solo una cremallera es la barrera que separa estos dos mundos, sin transiciones, sin términos medios.

Suena la cremallera: rurururururururururu… la luz lo inunda todo, los ojos necesitan unos segundos para adaptarse a esta otra realidad. La mitad del cuerpo, que aún está en la tienda se resiste a salir, no me extraña: -25º. Te incorporas con dificultad, tanta ropa encima no ayuda, ni un centímetro de piel sin cubrir (fue un error no ponerte la máscara, en minutos los mocos sobre el bigote son hielo puro). Miras a la derecha: nada, a la izquierda nada. No hay opción, es nuestro turno y nos toca navegar, nos toca estar “fuera”, en esta otra realidad. Hablamos lo justo (¿dónde escuche que de frío se helaban las palabras?), cada uno sabe lo que tiene que hacer.

El cuerpo encapsulado en múltiples capas de ropa se resiste a perder el calor del que hace poco disfrutaba en la tienda. Pero poco a poco se irá marchando, una cremallera mal cerrada, un guante con holgura, un calcetín húmedo del día anterior y horas parados encima del trineo manejando la cometa son un coctel explosivo. Tienes frío, tarde o temprano siempre tienes frío. Poco a poco vamos recorriendo kilómetros, muchos kilómetros. Miro a la derecha: nada, a la izquierda: nada. Todo ocurre dentro de nuestras cabezas, Ramón dice: “La exploración polar es un estado mental”. Así es. El tono del omnipresente blanco va cambiando en función de la posición del sol, nuestro turno de navegación se acaba.

Rurururururururru, nuestra cremallera, fufufufufufufufufufu, y nuestro hornillo nos devuelven al calor que solo durara las próximas horas.